martes, 11 de septiembre de 2012

2.


Después de ese día, cambié el portarretrato a mi habitación. Quería ver siempre esa imagen al terminar cualquier día. Mas aun cuando a Helena Aycardi, la mujer perfecta, odiaba mostrar fotografías de ella cuando pequeña.

Solía ir a buscarla todas las mañanas para ir a la Academia de Periodistas, la única escuela de formación nacional de este oficio que quedaba en el territorio. Pese a que ello significase retroceder más de quince cuadras en mi camino y tomar el metro hasta nuestro destino. Yo, daría todo lo que tuviera por volver a ver su cabeza recostada en el pórtico de su casa diciéndome de nuevo que he llegado puntual o que si hubiera demorado un minuto mas quizá no alcanzaríamos a tomar la ruta 16 de la estación central. Ella, desde un principio propuso que me sentara de primero, así no le daría el puesto a cualquier otra jovencita o adulta mayor haciendo alarde de mi caballerosidad. Tuve que acceder, pero lo que ella no sabía era que sentándome de cualquier lado, de ningún modo yo iba a ceder el puesto, sólo lo hice una vez, y fue para darle gusto a ella.

En la primera parada, la estación 18B solo recogía una pasajera, la insoportable Aleida Blender,  y digo insoportable porque no es justo hablar mal de una mujer cuyos padres no creo que hayan querido engendrar. Aleida era nuestra compañera de curso. Extraña en todas las acepciones de la palabra. Y egoísta hasta con su persona. Alguna vez, que no quiero recordar, ella y yo fuimos amigos, de esos amigos posesivos que quieren ser mas, pero para mi fortuna logré descubrir la apuesta que sostuvo con sus otras tres colegas del pantano. Esto, porque las mujeres del pantano odiaban a Helena.

viernes, 24 de agosto de 2012

Recuerdos de Helena



Recuerdos de Helena


 .I.



1998-2015


Cuando las personas mueren por lo general las empezamos a amar mucho mas. Mucho mas.





La mujer de mi vida se llama Helena. Quizá también sea la mujer de mi muerte. Aunque en estos momentos no lo puedo determinar, su memoria me envenena hasta los poros de la piel. Recuerdo que la primera vez que la vi estaba a mis espaldas, gritaba cual pájaro recién mojado y debo confesar que en ese momento tuve miedo. El mismo miedo de cuando nos casamos, cuando hicimos el amor, y cuando con su mirada agonizante me dijo antes de morir que viviera mi vida como si fuera la única que tuviera. Y creo que así lo he hecho.   Pese al sinsentido que posee la misma frase y hasta mi propia vida.
 Un día llevé a Helena a mi casa. Vestía unos jeans, blusa blanca ajustada, y sus sandalias café preferidas. Su mochila tejida, igual que la de su hermano, y cruzada de lado izquierdo, combinaba con sus rizos recien cortados y en ese entonces color chocolate; un nuevo chocolate que bañó sus rizos por primera vez a causa de un tinte que yo le obsequié.  Estando en casa, se sentó, cruzó la pierna, siguió observando con detenimiento toda la estancia y me dijo: -Noah, yo tengo una foto igual a esa, me la tomaron mis padres a los seis años, y también estoy aferrada a la misma roca. No dijo más, fue sin despedirse, corrió como una niña cuando reprime sus ganas de llorar; y volvió pasados quince minutos.
En sus manos traía una foto algo doblada. Al entrar, su mirada seguía fija en el porta retrato que antes me había mencionado. Lo tomó en sus manos, dispuso sus partes al abrirlo y ubicó su foto sobre la mía y me dijo: -ahora tu cuadro ya está completo.